OS CORDIS: Historia orgánica de un amor (Colección Pippa Passes, 2023) | Diego Landín Sánchez

Diego Landín Sánchez (Ciudad de México, México, 12 de abril de 1986). Periodista, guionista y productor. Fundador y director editorial del sitio cultural Jamlet Inculto. Ha cursado los diplomados de periodismo cultural (Revista de Letras, Barcelona) y Literatura europea contemporánea (Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), México), así como el Taller virtual de escritura poética en la Coordinación Nacional de Literatura del INBAL, impartido por Luis Armenta Malpica.

 

         

          

Suicidio celular, 1
Supervivencia: acto de amor

Pensemos en esto:

Más de diez mil millones de células
se suicidan a diario
en nuestro cuerpo.

Miles de millones deciden,
por el bien del sistema,
hacerse a un lado
—agonizar en silencios—
sin dañar a las demás.

Las mujeres y hombres de ciencia
llaman al suicidio:
                                                apoptosis,
muerte celular programada:

un acto altruista,
sacrificio extremo aunque indoloro.

El hecho tiene un orden estricto:
las células saben que han dado todo de sí
o han enfermado y deben dar paso
a nuevos miembros del equipo;
encogen sus núcleos, se fragmentan.
Sin daños al entorno.

En el cuerpo humano
la apoptosis tiene tiempos propios
en cada órgano:
las células de los huesos cambian cada diez años,
en la piel son dos semanas;
las pulmonares mudan después de sesenta días,
el hígado renueva por lustros.

La muerte programada
también está presente
en las plantas.

Un acto altruista,
sacrificio extremo aunque indoloro.

Observemos las macetas en casa:
en este preciso momento,
miles de millones de células vegetales
toman la decisión de autodestruirse:

                              ley de vida
                              sin dramas
                              ni juicios.

Morir como un acto de amor
para la supervivencia.

 

 

Suicidio celular, 2
El deseo de nunca habernos conocido

He trasegado
demasiados años
                                            ya.

Pienso en mis hijas
cuando rememoro aquel día
              (el peor viernes de mi vida).

Pienso en su desprecio irrefrenable hacia mi
desde que supieron todo:

¡Nunca te lo vamos a perdonar!

No mienten,
soy igual de orgulloso;
heredaron de mí
la voluntad de odiar con inquina.
Alejarse de quienes nos lastiman.
Por eso crecí solo,
aislado de las familias de mis padres:

antes de Elisa y las niñas
sólo me bastaban ellos
y el recuerdo de la abuela.
Veía al resto
en los momentos canónicos del calendario:
bodas, bautizos y funerales.

Mis hijas crecieron sabiendo que
no cambiaría.

Elisa lo aceptó desde el inicio.
El destino o cualquiera de los infortunios
que impulsan nuestros designios
acomodó cada partitura en su respectivo espacio.

Las niñas se enteraron de lo sucedido
aquella noche del estallido en la cocina,
al llegar a los veinte:

regresaban de un fin de semana
en la casa de campo de una amiga.
Elisa y yo discutíamos en la sala.

Por una torpeza mía, en la mañana,
uno de sus manuscritos,
un artículo que debía entregar en la universidad,
acabó mojado.

Pedí disculpas. Una vez tras el accidente,
otra durante la comida, cuando las niñas estaban por llegar.

Elisa se hartó,
porque sabía que incrustada en mis lamentos
siempre iba, metida con calzador,
la gran exculpación por marcarle el cuerpo eternamente.

Daniela e Inés
escuchaban detrás de la puerta;
su madre por fin confesó:

               Sí, sé que dejaste el horno encendido:
               giraste la perilla para que la flama se apagara
               y luego volviste a darle vuelta para que el gas escapara.
               Me costó trabajo entenderlo, asimilarlo;
               cómo iba yo a reclamarte
               si seguías hundido en tus crisis.
               Por supuesto una parte de mi no te perdona:
               me arruinaste.
               Con las quemaduras se fueron mi seguridad
               y las vanidades.
               Pero no toleraría nunca no haber hecho algo esa noche,
               porque en ese intento inconsciente por matarte,
               otra vez,
               nos ibas a llevar a todas.
               Hice ese sacrificio para salvarte a ti, a mí,
               para proteger a las niñas.
               Y si después de esto debo guardar silencio una vez más,
               lo haré por nuestra familia.

Daniela e Inés entraron
con una rabia forastera,
casi tirando la puerta.
Hubo gritos acerados y puntiagudos,
yo su objetivo.

Recuerdo fragmentos del escarnio:

               ¿Por qué nunca nos dijiste?
               Eres culpable, de todo.
               No mereces a mi madre.
               No mereces el amor que te dimos.
               Nos marcaste de por vida.
               Deberías irte.
               No volver.
               Mamá y nosotras estaremos bien.
               Mucho mejor sin ti.

                                          Desaparece,
                                          vete en silencio,
                                          evita otro desastre.

Intenté explicar
los tiempos que vivíamos su madre y yo.
Las crisis de angustia,
los ansiolíticos, las terapias.

Quise hablarles de las mañanas recurrentes
cuando nos levantábamos cantando;
los paseos en bici que terminaban
en pequeños tropiezos que Elisa
recordaba a carcajadas.

Ella enmudeció
a pesar de que la busqué
con la mirada. No habló más.

Un par de días después
abandoné la casa de mis suegros.
No llevé mucho,
creía que era temporal.

Ahora han pasado diez años.

Sus ausencias, insoportables.
No contestan mis llamadas,
ni los correos; giran la cara
si me ven al otro lado de la calle.

Me detesto por una sencilla razón:

Odié el recuerdo de mi abuelo materno,
su fantasma,
y la calca en que me convertí.

Su destierro había causado esos dolores
que cultivan el rencor
como una planta de desierto.

Juré,
quizás enfrente de mi abuela y mi madre,
que no sería
como él.

La vida me reventó.
Una circularidad infame
—su sangre habita mis venas—
actualizó el pasado en mí:
un padre detestado por sus hijas;
la sombra de un abuelo para mis nietos;

ya no celebro la muerte del anciano prófugo
o el hígado que no lo salvó. 

Pienso en mis hijas
a todas horas.

Recuerdo un viejo poema de Carl Sandburg
que leí en mis treinta.
Un texto incómodo.

Sanburg le escribió a su esposa
que deseaba nunca haberla conocido.

Y cierra con una sinceridad que despedaza:
          Que Dios nunca me hubiera dejado verte, Mag.
          Que Dios les hubiera impedido nacer a los niños.

 

 

 

 


 

DIEGO LANDÍN SÁNCHEZ
OS CORDIS. Historia orgánica de un amor
Buenos Aires Poetry, 2023
108 p.; 15.24 x 22.86 cm
ISBN 978-987-8470-62-7
Poesía Mexicana