Robert Desnos, el hombre-poeta
Tales son los días útiles al hombre.
HESÍODO
Cumplióse un nuevo aniversario de la muerte de un extraordinario hombre-poeta llamado Robert Desnos… Hombre-poeta lo he llamado porque en él, la facultad de expresarse en términos de poesía, de percibir la poesía en todo lo circundante y contingente y de traducirla a lenguaje claro; de transcribirla, de descifrar la criptografía de lo aparentemente ajeno a la poesía, era inseparable de su sencilla capacidad de existir, de consumir su cotidiana ración de oxígeno, de andar por las calles de la ciudad ganando los francos necesarios para alcanzar rumbosamente (para Desnos, dinero ganado era dinero gastado) la siempre renovada aventura al día siguiente. El hombre Desnos era, en lo exterior, semejante a cualquier buen francés de clase media. Hijo de un concesionario en hortalizas del Mercado Central de París, observaba una divertida corrección vestimentaria que no excluía, cuando algún luto agobiaba repentinamente su numerosa parentela, la transformación de un traje deportivo en atuendo de luctuosa estampa, merced a los buenos oficios de alguna empresa de Deuil en 24 heures, de las que ennegrecen cualquier paño con notable diligencia para lucirlo, con fúnebres guantes y crespones de buen ver, en funerales y despedidas de duelos. Cuando asistía a una cena familiar era muy dado a cantar alguna romanza sentimental a la hora de los postres –la de Los trigos de oro, por ejemplo. Trabajaba el hombre Desnos, concienzudamente, en oficinas de ventas de terrenos, en agencias de publicidad, entendiéndose a las mil maravillas –para ello tenía de normando– con lo contencioso y lo administrativo, dictando, de paso, algún slogan de muy buen estilo para anunciar el vino reconstituyente de Frileuse o el Vermífugo Luna –cuyo fabricante era, dicho sea de paso, el padre de dramaturgo Armando Salacrou. El hombre Desnos transitaba su jornada de cumplido oficinista hasta la puesta del sol, hora en que el hombre se hacía uno con el poeta, iniciando una suntuosa videncia nocturna, siempre llevada hacia alguna mujer en espera. Fue, en un tiempo, Yvonne Georges, la «estrellamar» de sus poemas de adolescencia; fue Betsy, la mulata que cantaba con voz sacada de las entrañas I can’t give you anything but love y el blues de la Batalla de Jericó; fue Yuki, finalmente, la compañera cuyo recuerdo habita el último poema escrito por Roberto, a poco de salir del campo de concentración de Terezin, cuando el tifus derribó absurdamente a quien, ya libre de la Gestapo, aún animoso, aún optimista, había emprendido a pie el camino de París al no hallar camiones ni ferrocarriles donde montar su esmirriada y piojosa humanidad –tan esmirriada y piojosa que a veces, cuando trataba de subirse a algún jeep del ejército norteamericano era apartado a culatazos por las acogedoras gentes de Yunaitedsteits.
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