Enrique Lihn: Balance Irregular

Enrique Lihn: Balance Irregular

NO TAN HORROROSO CHILEColumna de Rodrigo Arriagada Zubieta

  

Enrique Lihn es, sin duda, el más leído y estudiado de los poetas chilenos en mi trayectoria, e incluso así, me hallo ante su obra con una sensación ambigua, una sensación de balance irregular, como una cuerda floja que titila entre la genialidad y la sobrecarga lírica. Lo que Lihn nos ofrece no es un equilibrio estático, sino una tensión constante entre el caos y la búsqueda de sentido, entre la autocomplacencia y la apremiante urgencia de salir de sí mismo. En sus mejores momentos, la poesía de Lihn es capaz de desgarrarnos y, de alguna manera, iluminarnos; pero en otros, cae en un mar de excesos donde la voz lírica se torna a veces demasiado consciente de sí misma, como un espejo que no deja de mirarse, en un acto casi de autoindulgencia.

  


  

Enrique Lihn, ese poeta cuyo nombre sigue resonando con una vibrante y dolorosa inquietud en la poesía chilena, es un caso único: imposible de encasillar y, sin embargo, necesariamente definido por una especie de paradoja interna. Es, sin duda, el más leído y estudiado de los poetas chilenos en mi trayectoria, e incluso así, me hallo ante su obra con una sensación ambigua, una sensación de balance irregular, como una cuerda floja que titila entre la genialidad y la sobrecarga lírica. Lo que Lihn nos ofrece no es un equilibrio estático, sino una tensión constante entre el caos y la búsqueda de sentido, entre la autocomplacencia y la apremiante urgencia de salir de sí mismo. En sus mejores momentos, la poesía de Lihn es capaz de desgarrarnos y, de alguna manera, iluminarnos; pero en otros, cae en un mar de excesos donde la voz lírica se torna a veces demasiado consciente de sí misma, como un espejo que no deja de mirarse, en un acto casi de autoindulgencia.

La Pieza Oscura (1963) es, sin duda, el primer destello de su radical experimentación. Aquí, Lihn desafía las normas de la poesía chilena contemporánea con un enfoque fragmentado, desestructurado, tan arriesgado como su atmósfera. La poesía de este libro no respeta el orden ni la coherencia convencional; más bien, se despliega como una sucesión de intuiciones, destellos, visiones dispares que emergen y se disipan. Como un pintor que estampa un lienzo con la intuición de un lugar no mapeado, Lihn despliega un lenguaje donde lo irracional, lo emocional, lo subconsciente, se convierten en su carta de presentación. Y es ahí donde reside su capacidad para atravesar lo más íntimo del lector: la disonancia, la incoherencia, esa extraña armonía del desorden, tiene algo de urgente y demoledor. La Pieza Oscura no es solo un ejercicio formal; es un grito ahogado que intenta, por todos los medios, comunicarnos lo irrepresentable de la experiencia humana.

Uno de los símbolos más deslumbrantes y enigmáticos del libro es la rueda. No es solo un símbolo del tiempo ni de la historia, sino también de una juventud que se detiene, atrapada en un instante que no sabe cómo avanzar. Este momento de parálisis no es solo una imagen literaria; es el reflejo de la fatalidad que se cierne sobre todo intento de crecimiento, de madurez. La “primera efusión de sangre” de una prima, la primera intuición sobre la muerte, la sentencia inexorable que se cierne sobre todos los cuerpos: nada parece ser suficientemente real para un fantasma. La imagen es aterradora, pero también reveladora de un punto de no retorno. Lihn sabe que el tiempo, ese concepto tan tradicionalmente controlado por la narrativa, también es un monstruo impredecible, una rueda que avanza y se detiene a su antojo.

Ya en Poesía de Paso (1966), Lihn se encuentra en un momento prolífico, pero también revelador de una tensión política creciente en su obra. Los versos, de un lirismo a veces deslumbrante, empiezan a estar matizados por una crítica social más palpable. La famosa “Muchacha florentina” se convierte en un objeto de reflexión que no solo nos remite al Renacimiento, sino a una compleja red de significados en la que el arte, la belleza, la religión y la política se entrelazan y se retuercen. La muchacha, como un emblema del arte clásico, es al mismo tiempo una figura anacrónica, ya muerta y perteneciente a una historia que no podemos revivir. Esa “belleza alto Renacimiento”, con su “camino de Sandro Botticelli”, se yergue como una presencia inalcanzable, un ideal que es incapaz de sostenerse frente a las realidades de la vida moderna. La ironía aquí es doble: no solo se nos presenta una visión de la belleza inalcanzable, sino que Lihn, con sus imágenes de “luces equidistantes” y “colinas inabordables”, subraya lo imposible de esta belleza como un anhelo que se deshace ante la realidad contemporánea.

Pero Lihn no es simplemente un poeta que se limita a hacer un retrato de la modernidad; su crítica no es solo cultural, es, además, profundamente existencial. Es un poeta que se enfrenta con la ironía del momento histórico en que le tocó vivir: un momento de tensión política, de represión. La “muchacha florentina” no solo es un símbolo de la distancia entre el Renacimiento y el presente, sino una referencia sutil a lo que el poeta considera como la pérdida de un ideal, un ideal que se disuelve frente a los fracasos históricos y las promesas no cumplidas.

En París, Situación Irregular (1977), Lihn intenta introducir la poesía de la ciudad, pero la ciudad que el poeta elige no es la de Apollinaire, esa ciudad fluida, que se despliega como un espacio de creación y disonancia. No. La ciudad de Lihn es una ciudad atrapada en la subjetividad del yo, en la fragmentación que no logra integrarse, y ahí radica su debilidad. La ciudad de París se convierte más en un campo de batalla interior del poeta que en un reflejo de la modernidad urbana. Mientras Apollinaire utilizaba el espacio urbano para despersonalizar su visión y generar un juego de distorsión, Lihn sigue prisionero de sí mismo. La ciudad no se convierte en el lugar de lo colectivo, sino en un espejo de la fragmentación del sujeto. Y esa es la contradicción en su poesía: intenta ser moderna, pero se queda atrapado en su propio relato, incapaz de trascender lo personal, lo subjetivo.

En los años 80, Lihn se convierte en un poeta de la resistencia, un poeta de la intervención pública, lo que lo convierte en una figura fascinante no solo por su obra, sino por sus gestos políticos. La detención durante su lectura en el Paseo Ahumada, durante la dictadura de Pinochet, es un momento de choque entre su poesía íntima y su intención de hacerla un acto de resistencia. Sin embargo, aquí es donde su mayor contradicción se hace evidente. La poesía de Lihn, por más política que se vuelva, sigue siendo inquebrantablemente introspectiva, un acto de rebelión personal más que colectiva. Y en esta lucha por lo público y lo privado, por lo político y lo subjetivo, Lihn se encuentra atado a una tensión que, aunque rica en matices, lo deja siempre atrapado en una red de contradicciones.

Finalmente, Diario de Muerte (póstumo) marca el vértice de una trayectoria profundamente marcada por la angustia existencial. Aquí, Lihn lleva el registro confesional hasta su límite más crudo y radical. Este poema de muerte, casi una autobiografía de la agonía, se convierte en una lucha por decir lo indecible, por dejar constancia de lo inevitable. Y aunque es inevitable la comparación con poetas como John Berryman o W.H. Auden, Lihn no busca consuelo ni redención. Al igual que Berryman, se enfrenta a la muerte con una intensidad radical, no como un acto de reconciliación, sino como un punto de quiebre, un grito. En este sentido, la obra de Lihn se convierte en una forma de resistencia ante lo imparable, una resistencia que no busca la trascendencia, sino simplemente afirmar la intensidad de su presencia en el mundo.

Y al hacerlo, Lihn se acerca a otros poetas como Gonzalo Millán, cuya obra también se encuentra marcada por una cercanía obsesiva con la muerte, y con autores europeos como Paul Celan y Rainer Maria Rilke, quienes escriben desde el borde de la vida y la muerte, desde el reconocimiento de que la poesía es, finalmente, una forma de enfrentarse a lo irremediable. Para Lihn, sin embargo, la escritura sobre la muerte no es solo una salida, sino un testimonio que, como en el caso de Celan, se convierte en un espacio de escasez, un lenguaje que se despoja de todo ornato ante la brutal confrontación con lo inexistente.

La muerte es el último campo de batalla, y en ese terreno, la poesía de Lihn no solo sigue viva, sino que se convierte en su única forma de resistencia ante lo que inevitablemente se avecina.

  

  

  


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