Pedro Martín Aguilar (Madrid, 1991) es poeta, narrador y doctor en Letras. Ha residido casi toda su vida en la Ciudad de México. En México, obtuvo el Premio de Poesía Joven de la unam 2020 con Matrioshka (unam, 2021) y el Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo Murrieta 2018 con Cuentos para el fin del mundo (Elefanta Editorial, 2020). En España, ganó el Premio Álvaro de Tarfe de Poesía 2021 con Palabra de la sombra (Ápeiron Ediciones, 2021). También es autor del poemario Bitácora extraterrestre (Trajín Literario, 2019). Poemas suyos pueden encontrarse en Periódico de Poesía, Punto en Línea, Casapaís, entre otras.
[De Trilogía de la paternidad]
Episodio I
“Clavadistas”
Somos la generación que sueña
con torres derribadas.
Lo recuerdo como si fuese de película. Tenía 10 años, salíamos de la escuela y eran las televisiones del mundo
2 llamaradas gemelas [las de la pantalla y las de mis ojitos que miraban].
Papá, te dije, ¿qué es eso? ¿están destruyendo la Estrella de la Muerte? Y vi la segunda llamarada: en las pupilas
de mi padre. 2 supernovas en una noche sin estrellas.
Hijo, será mejor que no veas eso.
[¿Hay mejor lección en la escuela de los padres?]
Pero mis dedos no señalaban lo que él creía, mis dedos no estaban incendiándose.
Yo señalé la motita roja que saltaba desde un piso 77 con piernas y manos y cabeza humanas. ¿Qué es eso, papá? ¿es la mano cortada de Luke? ¡Apártate, hijo! ¡¿alguien puede apagar la televisión?!
Hay cosas que no tienen nombre.
Y sin embargo existen.
En la transmisión les llamaron suicidas. Otros, desesperación.
Yo les llamo clavadistas de fuego. Y con eso no digo nada
salvo que mis deditos, 20 años después,
por fin están incendiándose:
caen en albercas de nombres ahogados
y derriten los resortes de todos los poemas.
Somos la generación que dibuja
los sueños calcinados de la muerte.
Papá apagó la tele. Creyó que apagaba el miedo. Miré sus ojos de miedo: él sabía [como yo siempre lo supe] que esos niños de septiembre
crecimos con teles en los ojos.
Yo no dejaría de dibujar aunque la escuela de los padres lo prohibiese.
Dibujar lo sin nombre. Los clavadistas
de fuego. Su caída. Su caída congelada en el instante en que papá apagó la tele y 20 años después
sigo esperando a que impacten el suelo.
Pero había algo más en los hoyos negros con que mi padre me ve.
Algo más se chupaba la luz. Su luz.
Papá se despedía de mi vida.
Porque algo brota de los hoyos negros [vid. Radiación de Hawking] que, muerte a muerte, fabrica un bláster mataplanetas.
Porque los niños de septiembre torpedeamos nuestros nombres.
Nuestros nombres: clavadistas de fuego en las albercas del mundo.
Porque en la escuela aprendimos que el salto
apagaría con fuego el fuego del ayer.
Somos la generación que salta
con tal de tener un apellido de escombros.
Hace 20 años que el universo ya no
está en expansión, que los ojos de papá ya no producen miedo. Se lo comen
y son el vacío dejado por el miedo.
El Big-Bang de los abuelos también tuvo dos cabezas.
A una le pusieron Little Boy y a la otra Fat Man. Hasta el niñito y el gordote
tenían nombre de explosión. El Imperio
brotó de los 2 hoyos negros de Hiroshima y Nagasaki.
2 hoyos negros. Un mismo nombre: Zona Cero, Proyecto Manhattan dixit.
La historia se repite, pero no como la enseñan en la escuela de los padres.
2 hoyos negros recuperan su nombre en el World Trade Center de Manhattan: Zona Cero. Curioso
escoger el número vacío
para encender los nombres de los muertos.
La nada en la nada se incinera.
Los 2 Boing 767
que alancearon costillas de cristal
agrietaron el cosmos. El Big Crunch
lleva 20 años aquí y nadie se ha tomado la molestia de avisarnos.
Las 4 explosiones en espejo
son la figura histórica
en el libro de 4º de primaria donde dibujé el nombre del fuego.
Una figura como una elipse sin centro. Un arma galáctica con fallas de reactor.
Esa figura tiene 56 años, los mismos que papá
cuando sus ojos se despiden de mi luz.
Somos la generación que destruye
el sistema Alderaan y deja a la Alianza Rebelde
a inmolarse dentro suyo.
Somos la generación que sepulta
los imperios que crecieron al revés.
Pero de nada sirven los nombres
a quienes saltan desde el ayer.
De nada sirve si los clavadistas caen
cada noche, cuando cierro los ojos, y a mis 30
soy el niño de los ojos de papá.
De nada sirve si los clavadistas no quiebran el piso
y el chapuzón nos avisa que el fin ha terminado,
que podemos ser los padres de otro mundo
donde los hijos nos abortarán.
[De Blackout]
Side B
Somos traidores al lenguaje.
Eso lo supe la última vez que escuché los neologismos del mar.
Las palabras, me dije, se transforman
como el agua en espuma,
con la insistencia
de un oleaje que no repara
en su revuelta asimetría. Hicimos
la boca sedentaria,
depredamos jeroglíficos
y trazamos su idioma con sueños vigilados.
El lenguaje es nómada y el mar.
El lenguaje es el éxodo en llamas del mar.
Es cuestión de nada para que estas palabras
a préstamo pierdan su
sentido y tengan
otro, uno que sólo el olvido
humedece. Mientras tanto, habrá que decir
que Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos [Gimferrer, 1966],
porque el mar es una máquina
[protozoario autómata
de la eternidad] y tiene el mar una función
que su furia cableó hace muchos terabytes.
¿Qué oyes junto al mar?
No, más allá de las esclusas escarchadas.
No, más allá de las baterías de las tormentas.
Sí: una voz. Una voz cuyos dedos
nunca logran aferrarse
a un sentido salvavidas. Una voz de interferencia. Brisa
tarta
muda. Con cada ola
el motor se recarga, nunca dice
el nombre de su dios. Es ahora
cuando debes darte cuenta: el lenguaje
alguien más nos lo enseñó, es la copia barata
de las voces cortantes
que nos llegan de ultramar.
Detrás del horizonte
vive una raza lingüística
cuya voz, como la luz de las estrellas,
nos llega muerta. En pedazos de rumor.
Al otro lado del mar nos llaman nuestros muertos.
¿Qué oyes junto al mar?
Allí radica tu descanso.
Te da el mar un silencio más poroso que el silencio, te da el mar
una palabra en esquirlas
que no requiere de tu industria.
Hace 5121 años alguien
tradujo la locura del mar. Pero las mareas
odian amarras, léxicos: ansían
la belleza del estruendo, afasia transparente
de los nómadas de sal
que danzan un lenguaje interferido.
¿Qué oyes junto al mar?
Oyes la imperfección.
Los pasos de baile de la muerte.
La muerte es la sintaxis del mar.
Ya es hora de escucharla, es hora de volver
al fonema impronunciable del que todos procedemos.
Pronuncia el agua: pronuncia tu muerte.
Renuncia a tu nombre y a la idea
de que las palabras nos pertenecen. Arroja
tus sordos fémures al mar.
Despréndete
de toda palabra que no revolotee a sus adentros.
Una ola de nucas
y axilas
y patadas negras
zarandea
el búnker. Es la muerte que vuelve a su tierra prometida.
En los extrarradios del océano
hay un interruptor en off
que mantiene la muerte a raya
desde hace 5121 años. La limita al besuqueo de la erosión.
Pero si la ola de nucas y axilas y patadas
no puede desahogarse,
si no
entierra su náusea,
nucas y axilas y patadas
empeñarán sus nombres, los harán trizas
en el mar, izarán el vigor de lo perdido
y el interruptor de la muerte
se pondrá en on, volverán
las palabras de antes, el coral
de las encías, volverán los dientes
errabundos, el grito
de los cristales, y no habrá vida
que pueda alquilarse.
Cubrirá por fin la muerte los hoteles donde vacacionan las supercomputadoras.
Cubrirá por fin la muerte los imperios que dictaron una muerte autista.
Cubrirá por fin la muerte los cráneos que le pusieron alfabetos al infinito.
Cubrirá por fin la muerte
y los monitores entrarán en coma
y los satélites dejarán de cuchichear
y flotará el cuerpo de la vida
en el último glaciar de su silencio.
Circuito Cerrado de TeleInvasión
Buenos Aires Poetry, 2024 80p.;
15.24 x 22.86 cm
ISBN 9789878470719
Poesía Mexicana
