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Como para Borges, Deyà se convirtió para muchos escritores en un lugar de peregrinación para visitar a Graves, que desde 1929, como explica Frank L. Kersnowski en el prólogo del libro Conversaciones con Robert Graves (Almería, 2015), “escogió vivir y escribir allí (…). Los más prestigiosos hombres de letras emprendieron el camino a Deyà para verlo, como también hicieron otros muchos desconocidos.”
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Graves en Deyá
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Mientras dicto estas líneas, acaso mientras lees estas líneas, Robert Graves, ya fuera del tiempo y de los guarismos del tiempo, está muriéndose en Mallorca. Muriéndose y no agonizando, porque agonía es lucha. Nada más lejos de una lucha y más cerca de un éxtasis que aquel anciano inmóvil, sentado, a quien acompañaban su mujer, sus hijos, sus nietos, el más pequeño en sus rodillas, y varios peregrinos de diversas partes del Mundo. (Entre ellos, creo, un persa.) El alto cuerpo seguía cumpliendo con sus deberes, aunque ni veía, ni oía, ni articulaba una palabra; el alma estaba sola. Creí que no nos distinguía, pero al decirle adiós me estrechó la mano y besó la mano de María Kodama. Desde la puerta del jardín, su mujer nos dijo: You must come back! This is Heaven! Esto ocurrió en 1981. Volvimos en 1982. La mujer le daba de comer con una cuchara y todos estaban muy tristes y esperaban el fin. Sé que las fechas que he indicado son para él un solo instante eterno.
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El lector no habrá olvidado La Diosa Blanca; recordaré aquí el argumento de uno de sus poemas.
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Alejandro no muere en Babilonia a la edad de treinta y dos años. Después de una batalla se pierde y busca su camino por una selva durante muchas noches. Al fin ve las hogueras de un campamento. Hombres de ojos oblicuos y de tez amarilla lo recogen, lo salvan y finalmente lo alistan en su ejército. Fiel a su suerte de soldado, sirve en largas campañas por los desiertos de una geografía que ignora. Un día pagan a la tropa. Reconoce un perfil en una moneda de plata y se dice: Esta es la medalla que hice acuñar para celebrar la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia.
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Esta fábula merecería ser muy antigua.
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Extraído de Jorge Luis BORGES, Atlas, Emecé, 2008.