Armando Uribe o la repugnancia de lo real

Armando Uribe o la repugnancia de lo real

NO TAN HORROROSO CHILEColumna de Rodrigo Arriagada Zubieta

No hay otro poeta chileno que incomode tanto, y quizá por eso mismo, ninguno que se parezca menos a los demás. Uribe escribió como si la belleza hubiese muerto y el lenguaje fuera su autopsia. Y, paradójicamente, de esa autopsia surge una lucidez que a veces se confunde con la gracia.

  


  

  

Multas per gentes et multa per aequora vectus,
advenio has miseras, frater, ad inferias,
ut te postremo donarem munere mortis
et mutam nequiquam alloquerer cinerem.
Catulo, Carmen 101

Tras recorrer muchos pueblos y mares,
llego a estos tristes ritos funerarios, hermano,
para ofrecerte el último don de la muerte
y hablar en vano con tus cenizas mudas.

  

Hay poetas que uno lee para consolarse, otros para reconocerse, y unos pocos —rarísimos— para ser herido. Armando Uribe pertenece a esta última estirpe. No hay un poeta chileno que incomode tanto, y no hay ninguno cuya voz me resulte tan necesaria. Uribe, con su aire de abogado del infierno, con su solemnidad de difunto que habla todavía, representa una marginalidad que no es social ni institucional, sino poética. Su exilio no fue de país ni de lengua: fue del gusto, de las formas aceptadas, de esa idea mediocre de belleza que la poesía chilena heredó del modernismo y nunca se atrevió del todo a enterrar.

Uribe está dentro del canon chileno —no se le puede negar su sitio—, pero como una astilla, una piedra dentro del zapato del canon. Lo suyo no es un canto, es un epigrama: esa forma corta, acerada, que Catulo y Marcial elevaron a un arte de la herida. Como ellos, Uribe escribe contra alguien, contra algo; su poema no busca redención ni música, sino precisión moral. “¿Qué más quieren que me pase?”, dice en uno de sus versos más célebres, y allí está condensado su mundo: un sujeto que ya lo ha sufrido todo, que se sabe atravesado por el fracaso, por la indignidad del mundo, y que aún así se niega a suavizar su lenguaje. Hay en esa pregunta un sarcasmo que no se dirige sólo a los otros —los enemigos, los poderosos, los poetas de salón—, sino también al propio destino.

Esa afinidad con Catulo y Marcial no es sólo formal: es ética. Ambos poetas latinos escribieron desde la ira y la humillación, desde la conciencia de la pérdida de la pureza. Uribe, como ellos, parece hablar desde el margen de una ruina: no la ruina de Roma, sino la de la república del espíritu. Si el siglo XX chileno tuvo poetas de la desesperación metafísica (Neruda, Huidobro, Lihn, Teillier), Uribe encarna la desesperación moral. En su escritura el verso se convierte en sentencia, en un golpe seco. Su lírica es jurídica, inquisitiva: cada poema es una acusación, cada metáfora un expediente.

Y, sin embargo, hay en su escritura una obstinación casi religiosa por la forma. El epigrama, en Uribe, no es un recurso: es una ética del límite. Su brevedad y su dureza son un modo de no engañar. 

Frente a la inflación verbal de cierta poesía chilena contemporánea —ese barroquismo que disfraza la vacuidad—, Uribe practica una ascesis verbal. “Lo visto por mis ojos es un fraude”, dice, y en ese verso la desilusión se vuelve método. Todo lo que el ojo percibe está corrompido; la única verdad posible es la de la putrefacción.

En esto, Uribe sigue la estela de Baudelaire, pero la lleva hasta un extremo de sequedad moral que el francés, con toda su exquisita abyección, no alcanzó. Baudelaire, en La carroña, describe la descomposición del cuerpo para descubrir la belleza escondida en la podredumbre; Uribe, en cambio, mira la carroña y no busca belleza alguna. Si Baudelaire es un anatomista del mal, Uribe es su notario. No estetiza la muerte, la constata. Y en ese gesto hay una modernidad feroz: frente al manierismo del horror, Uribe ofrece la literalidad. En lugar de la flor que brota del cadáver, nos deja la simple visión del cadáver. Lo repugnante deja de ser metáfora y se convierte en evidencia.

A diferencia de Enrique Lihn, quien en Diario de muerte se asoma a la enfermedad mientras aún calibra su reputación —todavía piensa en Valente, en Zurita, en los juicios póstumos—, Uribe escribe desde un lugar donde la figura del poeta ya no importa. Lihn, como Chateaubriand, sabe que sus memorias de ultratumba serán leídas; Uribe, en cambio, parece escribir sabiendo que nadie leerá su epitafio. Su relación con la muerte no tiene nada de teatral ni de filosófico. No hay en él un memento mori barroco, no hay la advertencia moral de finis gloriae mundi. En su poesía la muerte no es una alegoría sino una textura. No se trata de pensar en la muerte, sino de olerla.

En ese sentido, la visión de Uribe se acerca a la de Eduardo Anguita en Venus en el pudridero, aunque con una diferencia crucial: Anguita, aun en el lodo, conserva una nostalgia de lo sublime; Uribe, en cambio, ha perdido toda esperanza de trascendencia. Si Anguita halla belleza en la corrupción, Uribe la niega. Su mirada es la del Hamlet que sostiene la calavera y, en lugar de preguntarse por el ser, simplemente constata la descomposición. No hay metafísica posible: sólo química, sólo materia degradada. Lo que queda es el hueso, la mancha, el residuo.

Pero ¿por qué escribir así? ¿Por qué elegir esa voz de rabia y desengaño, ese tono de epitafio sin consuelo? Creo que en Uribe la escritura es una forma de restitución. Escribir epigramas es su modo de defenderse del caos, de registrar la infamia con el rigor del derecho. Su poesía tiene la precisión de un informe pericial y la desesperación de un rezo blasfemo. En un país donde la poesía suele disfrazar su moral bajo la ironía o la nostalgia, Uribe escribe como quien dicta sentencia. Y sin embargo, detrás de esa severidad hay algo profundamente humano: la conciencia de que todo lenguaje está ya contaminado.

La marginalidad de Uribe dentro del canon chileno nace precisamente de esa honestidad brutal. No hay en él el menor deseo de agradar, de integrarse a una tradición de consagrados. Mientras otros poetas de su generación se debatían entre el legado de Neruda y la vanguardia de Parra, Uribe siguió una senda distinta: la del desprecio lúcido. Su tema no es la patria ni el amor ni la identidad; su tema es el odio, un odio que no destruye, sino que clarifica. El odio, en Uribe, es la otra cara del conocimiento: sólo quien ha amado demasiado puede escribir con tanta repulsión.

Uribe incomoda. Incomoda al lector, al canon, al sentido común poético. Porque su poesía no ofrece consuelo, sino diagnóstico. Y porque en ella se refleja el rostro más incómodo de nuestra tradición: un país que aún teme al pensamiento moral, que prefiere la ironía o la alegoría a la verdad directa. Uribe incomoda porque nos recuerda lo que preferimos no ver: la muerte sin símbolo, el cuerpo sin redención, la belleza convertida en residuo.

Hay algo de De Nerval en esa obstinación por mirar la locura de frente, en esa convivencia con los fantasmas personales y colectivos. Como el francés, Uribe sabe que el delirio puede ser más veraz que la razón. Pero donde De Nerval transfigura su sombra en sueño, Uribe la fija en documento. No hay sublimación, sólo registro. Y en ese registro hay una ética del horror: la negativa a embellecer lo que duele.

Uribe revierte, así, el antiguo ideal griego del kaloskagathos, la unión entre lo bello y lo bueno. En su poesía, lo bello es precisamente lo que ya no puede ser bueno, lo que ha pasado por la corrupción. Su obra participa, de algún modo, de lo que Arthur Danto llamó el abuso de la belleza: la necesidad contemporánea de mirar el horror como forma de verdad estética. Uribe lleva esa idea hasta el límite: su poesía es un género que enaltece el cuerpo fracturado, la materia degradada, lo que queda después del colapso de toda trascendencia.

Su aporte, creo, radica en esa valentía: describir la muerte de la manera más repugnante posible, no para escandalizar, sino para hacer justicia. Frente a la retórica del consuelo y la metafísica del alma, Uribe nos devuelve el olor del cadáver. Su verdad poética consiste en no apartar la mirada. Leerlo es aceptar que el poema puede ser una morgue. Pero también es comprender que sólo desde esa morgue —desde esa repugnancia del mundo— puede nacer una palabra que todavía diga algo verdadero.

No hay otro poeta chileno que incomode tanto, y quizá por eso mismo, ninguno que se parezca menos a los demás. Uribe escribió como si la belleza hubiese muerto y el lenguaje fuera su autopsia. Y, paradójicamente, de esa autopsia surge una lucidez que a veces se confunde con la gracia.

  

  

  


NO TAN HORROROSO CHILE – Columna de Rodrigo Arriagada Zubieta | Buenos Aires Poetry 2025

  

  


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