Enrique Molina

Durante años y años Borges estuvo presente como un alto
pino o un rosal cubierto de nieve
cuyo interior fuera un fuego impasible, una llama cristalizada,
un vértigo nacido de la indescifrable condición del universo.

**
Años y años su mano salía de las nubes
para trazar en el cielo las constelaciones de la imagen,
pero no seguido por las furias o las bellas bacantes de la
transgresión
sino con la mirada infalible de alguien que mide por
milésimos el peso de una flor, certezas y sueños,
aunque su certeza era la duda infinita, el poderío de la ola
cada vez más lejos hacia nada.

**
Textos exactos como diamantes mentales
intercalados entre una esquina de arrabal y un versículo de la
Cábala,
nítidos, de una acuidad casi cruel
porque las cosas en el fondo de la ceguera ya casi no
pertenecen al mundo sino al lujo mental.

**
Cierta tarde, parado en la esquina de Viamonte y Maipú,
pasó de pronto a mi lado un vacilante profeta apoyado en un
bastón hecho con una rama del Árbol Prohibido,
con pasos vacilantes, como si dudara en pisar este planeta
adorable y terrible,
seguido por un vikingo y un individuo enlutado,
y severo, con una guitarra del arrabal.
Cruzó la calle, pasó a través de la pared y desapareció:
era Borges. Siempre la esfinge, la pirámide de resplandores
llamada Borges.
La impasible máscara del faraón oculta la intolerable realidad
de la muerte.
Pero la realidad que su poesía rescata del caos no es un
remanso sino un torbellino,
palabras y ceremonias de Gran Sacerdote de la invocación de
la nada
que arderán para siempre en cualquier llama que se encienda
en la soledad del hombre.

**
Pero no una pira fúnebre o un incendio ostentoso
sino algo así como una runa escrita en la arena
con la punta del bastón que sus manos no dejarán jamás de
empuñar,
sostenido como un cetro o un bastón-fetiche cargado de
poderes como la vara de Moisés.
Pero el agua que hacía brotar era ardiente, no apagaba la sed,
dilataba las fronteras de la conciencia hacia el abismo,
hacia lo infinito del ser y del cielo, del espíritu y los grandes
adioses de la razón en los bordes del mundo,
hacia lo misterioso y lo obsesivo, un puñal, un crepúsculo, un
espejo,
una partida de ajedrez en el atardecer de una quinta de
Adrogué
con los mosquitos como únicos testigos de un juego

**
“Toda poesía es misteriosa, nadie sabe lo que le ha sido dado
escribir” –dijo.
A él le correspondieron esos poemas indemnes a la pasión y
al arrebato,
entre lo cotidiano que late en el pulso de los hombres y el
infinito donde retumba el pulso de dios,
el vasto tapiz del sajón y del griego, Roma y Cartago,
Nortumbría, el Golem, el Eufrates, Isidoro Acebedo, Heráclito,
Muraña el del cuchillo, espejos, crímenes y dioses,
todo cuanto nombró y se tornó mágico e improbable.
Por sus manos pasaron copas de caña, enciclopedias, llaves
de puerta que nunca vio, páginas y páginas fosforecentes
nacidas de una dramática lucidez,
una poesía como la visión de montañas en el horizonte, casi
astral,
no el brazo insaciable ni la boca suntuosa que invita al
desastre,
sino una línea de navaja negada a toda confusión, lejos del
hechizo donde los cuerpos y el sol se enardecen con los
sentidos y la campana de los muertos.

**
Después del relámpago y del amor, después de la aventura
incesante de su espíritu, como el más insólito azar de sus
conexiones con el absurdo y el tiempo,
él, que imaginó a Buenos Aires como morada final de sus
cenizas, yace en un cementerio de Ginebra junto a
Calvino, por la eternidad.
Los dos grandes herejes como los fuegos de una galaxia del
fervor, lo indomesticable y la más altiva disonancia
en la sordina de un mundo falsario, invadido por los sofismas
de la razón.
Calvino baila en la veleta del campanario. Borges bebe el
agua del horizonte, acaricia un gran tigre de hexámetros y
su voz es de pronto una revelación que dice:
«El trágico universo,
este sueño: mi destino».

Enrique Molina

Durante años y años Borges estuvo presente como un alto
pino o un rosal cubierto de nieve
cuyo interior fuera un fuego impasible, una llama cristalizada,
un vértigo nacido de la indescifrable condición del universo.

**
Años y años su mano salía de las nubes
para trazar en el cielo las constelaciones de la imagen,
pero no seguido por las furias o las bellas bacantes de la
transgresión
sino con la mirada infalible de alguien que mide por
milésimos el peso de una flor, certezas y sueños,
aunque su certeza era la duda infinita, el poderío de la ola
cada vez más lejos hacia nada.

**
Textos exactos como diamantes mentales
intercalados entre una esquina de arrabal y un versículo de la
Cábala,
nítidos, de una acuidad casi cruel
porque las cosas en el fondo de la ceguera ya casi no
pertenecen al mundo sino al lujo mental.

**
Cierta tarde, parado en la esquina de Viamonte y Maipú,
pasó de pronto a mi lado un vacilante profeta apoyado en un
bastón hecho con una rama del Árbol Prohibido,
con pasos vacilantes, como si dudara en pisar este planeta
adorable y terrible,
seguido por un vikingo y un individuo enlutado,
y severo, con una guitarra del arrabal.
Cruzó la calle, pasó a través de la pared y desapareció:
era Borges. Siempre la esfinge, la pirámide de resplandores
llamada Borges.
La impasible máscara del faraón oculta la intolerable realidad
de la muerte.
Pero la realidad que su poesía rescata del caos no es un
remanso sino un torbellino,
palabras y ceremonias de Gran Sacerdote de la invocación de
la nada
que arderán para siempre en cualquier llama que se encienda
en la soledad del hombre.

**
Pero no una pira fúnebre o un incendio ostentoso
sino algo así como una runa escrita en la arena
con la punta del bastón que sus manos no dejarán jamás de
empuñar,
sostenido como un cetro o un bastón-fetiche cargado de
poderes como la vara de Moisés.
Pero el agua que hacía brotar era ardiente, no apagaba la sed,
dilataba las fronteras de la conciencia hacia el abismo,
hacia lo infinito del ser y del cielo, del espíritu y los grandes
adioses de la razón en los bordes del mundo,
hacia lo misterioso y lo obsesivo, un puñal, un crepúsculo, un
espejo,
una partida de ajedrez en el atardecer de una quinta de
Adrogué
con los mosquitos como únicos testigos de un juego

**
“Toda poesía es misteriosa, nadie sabe lo que le ha sido dado
escribir” –dijo.
A él le correspondieron esos poemas indemnes a la pasión y
al arrebato,
entre lo cotidiano que late en el pulso de los hombres y el
infinito donde retumba el pulso de dios,
el vasto tapiz del sajón y del griego, Roma y Cartago,
Nortumbría, el Golem, el Eufrates, Isidoro Acebedo, Heráclito,
Muraña el del cuchillo, espejos, crímenes y dioses,
todo cuanto nombró y se tornó mágico e improbable.
Por sus manos pasaron copas de caña, enciclopedias, llaves
de puerta que nunca vio, páginas y páginas fosforecentes
nacidas de una dramática lucidez,
una poesía como la visión de montañas en el horizonte, casi
astral,
no el brazo insaciable ni la boca suntuosa que invita al
desastre,
sino una línea de navaja negada a toda confusión, lejos del
hechizo donde los cuerpos y el sol se enardecen con los
sentidos y la campana de los muertos.

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Después del relámpago y del amor, después de la aventura
incesante de su espíritu, como el más insólito azar de sus
conexiones con el absurdo y el tiempo,
él, que imaginó a Buenos Aires como morada final de sus
cenizas, yace en un cementerio de Ginebra junto a
Calvino, por la eternidad.
Los dos grandes herejes como los fuegos de una galaxia del
fervor, lo indomesticable y la más altiva disonancia
en la sordina de un mundo falsario, invadido por los sofismas
de la razón.
Calvino baila en la veleta del campanario. Borges bebe el
agua del horizonte, acaricia un gran tigre de hexámetros y
su voz es de pronto una revelación que dice:
«El trágico universo,
este sueño: mi destino».

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